lunes, 28 de marzo de 2011

Les Bienveillantes - Compendio de perversión


He tardado más de tres meses en leer (en francés) este tocho de 984 páginas que deja un sabor agridulce.

Título: Les Bienveillantes
Autor: Jonathan Littell
Editorial: Galliard

Por un lado, desde la perspectiva histórica está francamente bien para comprender lo que fue la Alemania nazi no desde la perspectiva de un arrepentido, ni de alguien que quiere negar o justificar todo lo que pasó, sino desde la perspectiva de alguien que estaba metido en lo peor del régimen y aún así trata, si bien no de defenderlo, sí de explicarlo sin miramientos y sin sensiblerías. Dejando claro que en las circunstancias adecuadas, casi todos haríamos lo mismo que hicieron los alemanes que se encargaban de la Solución Final tras el avance de las tropas alemanas sobre Rusia. Este, precisamente, es su mayor interés, el presentar la perspectiva del verdugo no ya en el campo de concentración, sino en la retaguardia, en el campo de batalla. Acompañas al protagonista desde el esplendor a la caída del régimen nazi siendo testigo de excepción y presenciando el lado humano de los que estaban detrás del exterminio nazi. Y creo que es importante remarcar que no solo sufrieron los judíos sino toda la mano esclava eslava y de otras etnias que cayó en sus manos. Fue una de las cosas que más me impresiono cuando visité Auschwitz, que no era solo las cámaras de gas, también te podías salvar y morir lentamente de extenuación y malnutrición trabajando en las fábricas.

Por otro lado, desde el punto de vista lingüístico también tiene su parte curiosa ya que explica la utilización y el estudio de los dialectos para determinar si ciertos pueblos eran semíticos o no. Todo por la disparatada teoría racial, que aunque fueras de tatarabuelos musulmanes igual eras de origen semítico y entonces había que matarte. Se muestra que todo esto era posible debido precisamente a la abstracción y a la consideración de estas cuestiones absurdas. El lingüista está tan entregado a desenmarañar los origines de las lenguas que no presta atención a las consecuencias que sus conclusiones teóricas pueden tener en la práctica.


Todo lo que presenta el libro está enfermo, es absurdo: el protagonista, la sociedad, el partido, el ejército, el enemigo... No hay ni medio párrafo de descanso, salen todas las perversiones que se le puedan ocurrir a uno tanto sexuales como del alma. De hecho, hay partes del libro que se hacen pesadas de tanta perversión sexual: del incesto pa'rriba... Te dan ganas de decir que sí, que vale, que te frotas con todo lo que pillas, pero corta el rollo, que llevas cincuenta páginas de frotarte con árboles, sábanas, armarios y mobiliario en general y los demás queremos saber cómo estaba afectando la guerra a la población civil. En realidad es lógico, porque es una novela y no un ensayo y precisamente en mostrar la Historia de esa forma (porque el tío está en todos los fregados históricos), es donde subyace su interés.

En fin, lectura recomendadísima a quienes les interese el tema de la Segunda Guerra Mundial, pero no apto para todos los públicos, mind you.
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lunes, 17 de enero de 2011

La lavadora contraataca

Odio poner la lavadora (y colgar la ropa más). Es un hecho. Lo que no sabía es que la lavadora me odiaba a mí.




Debí empezar a sospechar cuando, de vez en cuando, la capulla simulaba estar cerrada del todo, pero era mentira... Se ponía en marcha y empezaba a soltar agua por una rendija, y yo me daba cuenta del desaguisado cuando empezaba a escuchar un torrente de agua caer por la terraza. Y luego llegaban los vecinos... Pero la última que me ha hecho es una prueba irrefutable de su odio por mí.


Un día entresemana cualquiera puse la lavadora y me fui a hacer mis otros quehaceres. Ese día, venía el señor del gas (que por cierto me dio un rango de visita de cuatro horas) a comprobar la caldera . Total, que acabó la lavadora y pensé, ya la recogeré después, cuando se vaya el del gas, para no tener las braguitas en exposición. Lo que no sabía yo es que la máquina infernal estaba planeando su sucia venganza.

Cuando llegó el señor del gas (un señor con bigote, como todo señor del gas que se precie) le acompañé a la cocina y, de ahí, íbamos a acceder a la terraza donde estaba el calentador (y la lavadora enajenada). Cuál no sería mi sorpresa al comprobar que, el puñetero trasto, al centrifugar había cobrado vida propia y se había puesto a caminar, bloqueando la puerta a la terraza que solo se podía mover unos centímetros. Claro, el señor con bigote dijo: "Señora, vamos a intentar moverla, pero va a ser muy difícil porque está llena", mientras yo decía: "¿Por qué me tienen que pasar estas cosas, (señor con bigote)?". Total que el señor con bigote y yo, venga a intentar mover la lavadora: yo metiendo las manitas, el señor con un destornillador... Nada. El técnico amenazaba con darse a la fuga ante lo peliaguda que se había vuelto la situación. Entonces decidí recurrir a mis artes ninja...


Intenté colarme por la rendija que quedaba subiéndome a una silla, pero era demasiado pequeña... El técnico empezaba a preocuparse: "Señora, no se quede atrancada, a ver si voy a tener que llamar a los bomberos". Pero yo no me rendí... Esa lavadora tenía que aprender quién mandaba en casa. Empecé a golpear la lavadora con la puerta de la terraza... Poco a poco, se fue desplazando y la rendija de paso se fue haciendo más grande, lo suficiente para que me cupiera la cabeza. Ante la preocupada mirada del técnico, volví a subirme en la silla, me colé por la rendija y me situé sobre la lavadora infernal. Gracias a Dios, se rindió y no decidió hundirse o cualquier otra maldad. Ya desde dentro de la terraza, pude desplazar el chisme del infierno de vuelta a su sitio y abrir la puerta al señor del bigote, que ahora me consideraba la prima de McGiver.




Estas son las heroicidades que tiene que llevar a cabo el ama de casa moderna y ninja.

¿Acaso no me odia la lavadora?
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